Blaise Pascal escribió: «¿Qué es el hombre en la naturaleza? Nada con respecto al infinito, y todo con respecto a la nada; un punto intermedio entre el todo y la nada». Desde entonces se ha vuelto clásico hablar de dos infinitos: lo infinitamente grande, que es el mundo de las estrellas, y lo infinitamente pequeño, que es el de los átomos.
Pero la ciencia vislumbra un infinito más: el de la complejidad. Sin duda alguna el punto central es el cerebro humano. Existe un número inimaginable de combinaciones gracias a millares de células unidas entre sí por multitudes de puntos de conexión llamados sinapsis. ¡Y esa maravilla es el pensamiento!
El hombre es un ser contradictorio. Primeramente es grande, pues es el broche final de la creación de Dios. Más que un conjunto de células es un alma viviente, un ser responsable que puede decir: «existo» y ponerse en contacto con Dios mismo, su Creador. Pero al mismo tiempo es un ser miserable, pues después de haber escuchado las mentiras de Satanás, perdió su inocencia y desde entonces fracasa en el ámbito moral.
El hombre seguirá siendo un misterio para sí mismo, tanto en su naturaleza como en su destino, hasta que Dios se le revele. En Jesucristo, Dios no solamente manifestó lo que él es, es decir, santidad y amor, sino que también revela, a los que creen en él, que su plan es compartir con su criatura su felicidad eterna.
La norma
¿Qué pensaríamos de una empresa en la que las medidas de las piezas que se producen variasen según la hora y el día o la imaginación de los obreros que las fabrican? Es evidente que no es la norma la que tiene que adaptarse; son más bien los obreros los que tienen que respetar la norma.
En el ámbito moral, hoy en día pasamos por una preocupante evolución de las costumbres de nuestra sociedad. Lo que hace la mayoría de la gente es lo que se considera como normal.
Pero, ¿Cuál es la norma? La única que cuenta es la que Dios estableció en la Biblia. Él no adaptó su norma a la evolución de la sociedad. Aunque la liberalización de las costumbres haya hecho evolucionar las leyes humanas, las nociones divinas del bien y del mal permanecen inmutables. No dependen de nuestra opinión ni del comportamiento de los hombres de hoy. Dios estableció leyes para nuestro bien. Quizá pensemos que Dios puso los mandamientos para fastidiarnos, para ponernos límites y forzarnos a hacer algo, pero el objetivo de Dios es hacer que sus criaturas sean felices. Dios no se limitó a dar normas, sino que al comprobar nuestra total incapacidad para respetarlas debido al pecado, intervino por medio de Jesucristo para producir lo que es imposible a toda ley. La misma gracia que condujo a Jesús a morir para borrar nuestros pecados ahora nos exhorta a vivir “en este siglo sobria, justa y piadosamente” (Tito 2:12).
© Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
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