Por. Isabel Pavón, España*
“No se lo digas a nadie”. Esta frase tiene hechizo y, al mismo tiempo, es una trampa. Por un lado, al oírla, sientes que eres especial, una persona privilegiada. Quien habla te hace creer que tú le muestras confianza, que contigo tiene una amistad distinta a la que tiene con los demás, que necesita desahogarse. Te hace creer que está plenamente convencido de que sabrás guardar el secreto.
Precisa contarte problemas que, casi siempre, tienen que ver con críticas infundadas hacia cualquiera que no le da la razón. Relata la mitad de la historia y modifica los hechos, si existieron alguna vez, a su favor. Se muestra como víctima todo el tiempo. Te confía sus intimidades que, en realidad, son las intimidades de los otros. Te cuenta la vida privada de los que conoce porque ha metido las narices en sus casas (pronto lo hará en la tuya). Te habla de sus maldades. Incluso te asegura que esas personas andan por mal camino. Te dirá que siempre está intentando ayudarles y no se dejan. Tal vez te hable llorando.
Tergiversa los hechos de manera que deja en mal lugar a los que no están presentes y, para eso, repite una y otra vez: “No se lo digas a nadie”. Con estas reiteraciones tiende su trampa sin que te des cuenta ya que, en esos momentos, eres agasajado. Sin embargo, te está privando de preguntar a la otra parte y, por lo tanto, no conocerás una versión distinta.
Te impide que tengas opinión propia. En definitiva, te está prohibiendo que averigües la verdad. Te hace culpable si rompes tu silencio. Tienes que callar porque pronto, afirma, vendrá a contar más, y tú quieres, ¿verdad? Te está manipulando y no te enteras.
Antes de ti ya habló con otra gente. En cuanto termina contigo busca otro inocente a quien convencer de sus mentiras. Le repite la misma frase: “No se lo digas a nadie”. Y la rueda de las infamias continúa, pues disfruta sembrando cizaña. Goza cuando le prestan oídos. Se crece. Se supera. Se ensancha. Gana terreno. Quizás nunca adviertas el uso que hace de tu persona, quizás nunca. Si bien pudiera ser que, al leer este artículo, se te abran los ojos y comprendas lo que digo.
Entiende que no me refiero a la confidencia mutua que existe en una amistad verdadera. Hablo de levantar calumnias, falsos testimonios y juicios temerarios. Hablo de personas envidiosas. Celosas. Faltas de autoestima. Despechadas. Insomnes. Repletas de complejos. Personas que van de mala fe con el único propósito de desprestigiar a quien considera, aunque no sea cierto, en un estatus superior. Personas que no soportan que los que viven a su alrededor sean felices. Enferman si esto ocurre. No obstante, se ven perfectas (sálvese quien pueda).
“No se lo digas a nadie”, frase que, en el caso que comento de querer dañar al inocente, no es sinónimo de confianza amistosa ni absoluta, sino de actitud que atrapa. Exigencia que amordaza la boca y nubla los sentidos. Y lo que es peor, mienten.
Esto que te digo, se lo puedes contar a quien quieras. ¡Ah!, y dile también quien lo firma.
*Isabel Pavón es escritora y miembro de una Iglesia evangélica en Málaga
Fuente: © I. Pavón, ProtestanteDigital.com
“No se lo digas a nadie”. Esta frase tiene hechizo y, al mismo tiempo, es una trampa. Por un lado, al oírla, sientes que eres especial, una persona privilegiada. Quien habla te hace creer que tú le muestras confianza, que contigo tiene una amistad distinta a la que tiene con los demás, que necesita desahogarse. Te hace creer que está plenamente convencido de que sabrás guardar el secreto.
Precisa contarte problemas que, casi siempre, tienen que ver con críticas infundadas hacia cualquiera que no le da la razón. Relata la mitad de la historia y modifica los hechos, si existieron alguna vez, a su favor. Se muestra como víctima todo el tiempo. Te confía sus intimidades que, en realidad, son las intimidades de los otros. Te cuenta la vida privada de los que conoce porque ha metido las narices en sus casas (pronto lo hará en la tuya). Te habla de sus maldades. Incluso te asegura que esas personas andan por mal camino. Te dirá que siempre está intentando ayudarles y no se dejan. Tal vez te hable llorando.
Tergiversa los hechos de manera que deja en mal lugar a los que no están presentes y, para eso, repite una y otra vez: “No se lo digas a nadie”. Con estas reiteraciones tiende su trampa sin que te des cuenta ya que, en esos momentos, eres agasajado. Sin embargo, te está privando de preguntar a la otra parte y, por lo tanto, no conocerás una versión distinta.
Te impide que tengas opinión propia. En definitiva, te está prohibiendo que averigües la verdad. Te hace culpable si rompes tu silencio. Tienes que callar porque pronto, afirma, vendrá a contar más, y tú quieres, ¿verdad? Te está manipulando y no te enteras.
Antes de ti ya habló con otra gente. En cuanto termina contigo busca otro inocente a quien convencer de sus mentiras. Le repite la misma frase: “No se lo digas a nadie”. Y la rueda de las infamias continúa, pues disfruta sembrando cizaña. Goza cuando le prestan oídos. Se crece. Se supera. Se ensancha. Gana terreno. Quizás nunca adviertas el uso que hace de tu persona, quizás nunca. Si bien pudiera ser que, al leer este artículo, se te abran los ojos y comprendas lo que digo.
Entiende que no me refiero a la confidencia mutua que existe en una amistad verdadera. Hablo de levantar calumnias, falsos testimonios y juicios temerarios. Hablo de personas envidiosas. Celosas. Faltas de autoestima. Despechadas. Insomnes. Repletas de complejos. Personas que van de mala fe con el único propósito de desprestigiar a quien considera, aunque no sea cierto, en un estatus superior. Personas que no soportan que los que viven a su alrededor sean felices. Enferman si esto ocurre. No obstante, se ven perfectas (sálvese quien pueda).
“No se lo digas a nadie”, frase que, en el caso que comento de querer dañar al inocente, no es sinónimo de confianza amistosa ni absoluta, sino de actitud que atrapa. Exigencia que amordaza la boca y nubla los sentidos. Y lo que es peor, mienten.
Esto que te digo, se lo puedes contar a quien quieras. ¡Ah!, y dile también quien lo firma.
*Isabel Pavón es escritora y miembro de una Iglesia evangélica en Málaga
Fuente: © I. Pavón, ProtestanteDigital.com
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