No
nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no
desmayamos (v. 9).
Leer:
Gálatas 6:1-10
La
Biblia en un año: 2 Samuel 21–22; Lucas 18:24-43
Bob
Foster, mi mentor y amigo por más de 50 años, nunca se dio por vencido conmigo.
Su amistad y ánimo inmutables, incluso en mis momentos más oscuros, me ayudaron
a seguir adelante.
A
menudo, nos decidimos a ayudar a alguien que está pasando una gran necesidad.
Pero, cuando las cosas no mejoran enseguida, nuestra determinación se debilita
y terminamos rindiéndonos. Descubrimos que el cambio inmediato que esperábamos
se transformó en un proceso constante.
El
apóstol Pablo nos anima a ser pacientes al ayudarnos unos a otros en los
tropezones y las luchas de la vida. Cuando escribe «sobrellevad los unos las
cargas de los otros» y «cumplid así la ley de Cristo» (Gálatas 6:2), compara
nuestra tarea con el trabajo, el tiempo y la espera que la cosecha le demanda
al agricultor.
¿Cuánto
tiempo deberíamos seguir orando por aquellos que amamos y buscándolos? «No nos
cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos»
(v. 9). ¿Cuántas veces tenemos que extender nuestra mano? «Así que, según
tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de
la fe» (v. 10).
Hoy,
el Señor nos anima a confiar en Él, a permanecer fieles unos a otros, a seguir
orando, ¡y a no rendirnos!
Padre,
te pedimos esperanza y perseverancia para seguir ayudando a los demás.
Dios
hace «más abundantemente de lo que pedimos o entendemos» (Efesios 3:20).
Alguien
a quién tocar
Entonces,
extendiendo él la mano, [Jesús] le tocó… (v. 13).
Leer:
Lucas 5:12-16
La
Biblia en un año: 2 Samuel 23–24; Lucas 19:1-27
Los
pasajeros de un tren subterráneo presenciaron una emocionante conclusión a un
momento de tensión. Con dulzura, una mujer de 70 años le ofreció la mano a un
joven cuya voz fuerte y palabras perturbadoras estaban asustando a los
demás pasajeros. La bondad de la mujer calmó al hombre, quien se arrodilló
en el tren, conmovido. Le dijo: «Gracias, abuela», se levantó y se fue. Más
adelante, la mujer admitió que tuvo miedo. Pero afirmó: «Yo soy madre, y él
necesitaba alguien a quién tocar». Aunque el sentido común le habría indicado
que mantuviera distancia, ella se arriesgó por amor.
Jesús
entiende esta clase de compasión. No actuó como los nerviosos y atemorizados
espectadores cuando un hombre desesperado, cubierto de lepra, apareció y rogó
que lo sanara. Además, Él podía hacer algo por este hombre, a diferencia de los
otros líderes religiosos, hombres que habrían condenado al leproso por traer su
enfermedad al pueblo (Levítico 13:45–46). En cambio, Jesús se acercó a alguien
que probablemente nadie había tocado en años, y lo sanó.
Afortunadamente,
para ese hombre y para nosotros, Jesús vino a ofrecer lo que ninguna ley podría
dar: el toque de su mano y su corazón.
Padre,
ayúdanos a vernos y a ver a los demás en ese hombre desesperado, y en tu Hijo,
que extendió su mano y lo tocó.
Nadie
está demasiado atribulado o impuro como para recibir el toque de Jesús.
Nuestro
Pan Diario
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