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domingo, 30 de abril de 2017

No te rindas



No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos (v. 9).
La Biblia en un año: 2 Samuel 21–22; Lucas 18:24-43
Bob Foster, mi mentor y amigo por más de 50 años, nunca se dio por vencido conmigo. Su amistad y ánimo inmutables, incluso en mis momentos más oscuros, me ayudaron a seguir adelante.
A menudo, nos decidimos a ayudar a alguien que está pasando una gran necesidad. Pero, cuando las cosas no mejoran enseguida, nuestra determinación se debilita y terminamos rindiéndonos. Descubrimos que el cambio inmediato que esperábamos se transformó en un proceso constante.
El apóstol Pablo nos anima a ser pacientes al ayudarnos unos a otros en los tropezones y las luchas de la vida. Cuando escribe «sobrellevad los unos las cargas de los otros» y «cumplid así la ley de Cristo» (Gálatas 6:2), compara nuestra tarea con el trabajo, el tiempo y la espera que la cosecha le demanda al agricultor.
¿Cuánto tiempo deberíamos seguir orando por aquellos que amamos y buscándolos? «No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos» (v. 9). ¿Cuántas veces tenemos que extender nuestra mano? «Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe» (v. 10).
Hoy, el Señor nos anima a confiar en Él, a permanecer fieles unos a otros, a seguir orando, ¡y a no rendirnos!
Padre, te pedimos esperanza y perseverancia para seguir ayudando a los demás.
Dios hace «más abundantemente de lo que pedimos o entendemos» (Efesios 3:20).

Alguien a quién tocar
Entonces, extendiendo él la mano, [Jesús] le tocó… (v. 13).
La Biblia en un año: 2 Samuel 23–24; Lucas 19:1-27
Los pasajeros de un tren subterráneo presenciaron una emocionante conclusión a un momento de tensión. Con dulzura, una mujer de 70 años le ofreció la mano a un joven cuya voz fuerte y palabras perturbadoras estaban asustando a los demás pasajeros. La bondad de la mujer calmó al hombre, quien se arrodilló en el tren, conmovido. Le dijo: «Gracias, abuela», se levantó y se fue. Más adelante, la mujer admitió que tuvo miedo. Pero afirmó: «Yo soy madre, y él necesitaba alguien a quién tocar». Aunque el sentido común le habría indicado que mantuviera distancia, ella se arriesgó por amor.
Jesús entiende esta clase de compasión. No actuó como los nerviosos y atemorizados espectadores cuando un hombre desesperado, cubierto de lepra, apareció y rogó que lo sanara. Además, Él podía hacer algo por este hombre, a diferencia de los otros líderes religiosos, hombres que habrían condenado al leproso por traer su enfermedad al pueblo (Levítico 13:45–46). En cambio, Jesús se acercó a alguien que probablemente nadie había tocado en años, y lo sanó.
Afortunadamente, para ese hombre y para nosotros, Jesús vino a ofrecer lo que ninguna ley podría dar: el toque de su mano y su corazón.
Padre, ayúdanos a vernos y a ver a los demás en ese hombre desesperado, y en tu Hijo, que extendió su mano y lo tocó.
Nadie está demasiado atribulado o impuro como para recibir el toque de Jesús.
Nuestro Pan Diario
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