Jesús dijo: Padre… les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos. Juan 17:1, 26
En ti confiarán los que conocen tu nombre, por cuanto tú, oh Señor, no desamparaste a los que te buscaron. Salmo 9:10
En ti confiarán los que conocen tu nombre, por cuanto tú, oh Señor, no desamparaste a los que te buscaron. Salmo 9:10
Pronunciar el nombre de Dios, para nosotros debe evocar inmediatamente el supremo honor que se le debe (Mateo 6:9). Nadie exaltó mejor que Jesús el nombre de Dios. Él lo reveló mediante sus palabras, sus hechos, su vida y su muerte. Igualmente mediante su santidad, su amor, su justicia y su victoria cuando resucitó.
Santificar el nombre de Dios es reconocer que él es santo, enteramente diferente de todo lo que caracteriza al hombre. Es darle el lugar que merece en toda nuestra vida, en nuestros pensamientos, nuestras elecciones y nuestras palabras.
En el mundo en que vivimos el nombre de Dios está lejos de ser santificado. En lugar de ser respetado, a menudo es blasfemado. Esto muestra la decadencia moral de los hombres que buscan su propia gloria y quieren hacerse “un nombre” (Génesis 11:4).
Incluso en la vida de los así llamados cristianos, el nombre de Dios a menudo es deshonrado. Que podamos hacer nuestra esta conmovedora oración de un cristiano anónimo, hallada en un viejo manuscrito: «Padre amado, tu nombre sea santificado en mí. Reconozco que a menudo he profanado tu nombre y que con mi orgullo, preocupado por mi honor y mi reputación, he mancillado tu santo nombre. Socórreme en tu gracia para que en mí no haya más que tu nombre y tu gloria».
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© Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
http://labuenasemilla.net calendarios@labuenasemilla.net
http://ediciones-biblicas.ch
Santificar el nombre de Dios es reconocer que él es santo, enteramente diferente de todo lo que caracteriza al hombre. Es darle el lugar que merece en toda nuestra vida, en nuestros pensamientos, nuestras elecciones y nuestras palabras.
En el mundo en que vivimos el nombre de Dios está lejos de ser santificado. En lugar de ser respetado, a menudo es blasfemado. Esto muestra la decadencia moral de los hombres que buscan su propia gloria y quieren hacerse “un nombre” (Génesis 11:4).
Incluso en la vida de los así llamados cristianos, el nombre de Dios a menudo es deshonrado. Que podamos hacer nuestra esta conmovedora oración de un cristiano anónimo, hallada en un viejo manuscrito: «Padre amado, tu nombre sea santificado en mí. Reconozco que a menudo he profanado tu nombre y que con mi orgullo, preocupado por mi honor y mi reputación, he mancillado tu santo nombre. Socórreme en tu gracia para que en mí no haya más que tu nombre y tu gloria».
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